La sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: no es bueno que el hombre este solo. La mujer carne de su carne su igual le es dada por Dios como un auxilio “Por eso dejara el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne. (Gn 2,24)
En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura.
El matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio parecer y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.
La unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble; Dios mismo la estableció, “lo que Dios unió que no lo separe el hombre.
Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer matrimonio y que expresen libremente su consentimiento. El consentimiento consiste en un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente.
Los efectos del sacramento del matrimonio; el vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza, no puede ser disuelto jamás. Cristo es fuente de la gracia dada en el sacramento, pues sale al encuentro de los esposos cristianos, permanece en ellos, les da la fuerza de seguir tomando su cruz, de levantarse después de las caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de otros, de estar sometidos unos a otros en el temor de Cristo y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo.
Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación.
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